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viernes, 23 de junio de 2017

La Encina de las Urracas.

Esta que ves aquí es una encina, el primer monumento vegetal de la historia de Italia a la que los toscanos llaman la Quercia delle Checche, la Encina de las Urracas. Mide 19 metros de altura, su tronco tiene un perímetro de casi 5 metros y su noble cabellera 34 metros de diámetro. Está rodeada por un simbólico abrazo para que nadie la humille desde el 15 de agosto de 2014, porque sufre las consecuencias del asalto de unos energúmenos que rasgaron una de sus nobles y enormes ramas haciendo lo que ellos llamaban una sesión de Tree Climbing. Es decir, haciendo el mono o el oso, se cargaron la rama que vemos a la derecha.
Y si es verdad (y parece que sí porque todo induce a creerlo) que tiene casi 400 años y que es casi seguro que figura en algunos de los preciosos fondos de bosque de la pintura del Renacimiento toscano, es natural que los débiles que veneramos la Naturaleza en todas sus formas, nos sintamos justamente rabiosos ante agresiones como esta.
Haces pocos meses visitaba con amigos un precioso paraje, el de la ermita sanabresa de Nuestra Señora de La Alcobilla, y admirábamos sus castaños a los que se atribuye la valiente edad de 1700 años. Dos jóvenes estaban haciendo un trabajo de control, bien documentado en sus apuntes, del estado de cada árbol y de cada una de sus impresionantes ramas.
Y me preguntaba y me sigo preguntando: ¿De qué modo cultivo en mí y en los que adornan mi vida (amigos, hijos, pupilos, nietos…) la veneración, el respeto y hasta el cariño hacia estos testigos seculares de la Historia? A veces se recibe de algunos la impresión de que el mundo vegetal les sirve solo para comer, para hacer leña, para guarecerse del sol y acaso y un poco de la lluvia…o, a lo más, decir ¡qué bonito! Cuando, aparte de ser un mundo grandioso, vivo y hermoso, sin el que la vida de este animal que llamamos hombre y el resto de los demás seres vivos no podría serlo, es un portentoso monumento natural que embellece la Tierra, la hace fecunda, sostiene la Vida y tira de nosotros.
¡Ojalá hubiese en las familias, en las escuelas, en los grupos y asociaciones una educación que enseñase a hacer una reverencia vital, profunda y convencida a esa bella parte del mundo que nos hace posible vivir!

viernes, 29 de abril de 2016

Pasado?

Da gusto saborear el fruto de la investigación de los estudiosos del pasado. Todo es quietud, madurez, hondura, misterio… Hace gozar (y sufrir al mismo tiempo) saber que, por ejemplo, en Galicia (según las conclusiones de los que se hunden en la historia para sentir la riqueza que ella encierra) hubo unos 420 monasterios reales,  conventuales, familiares, parroquiales… De ellos se conserva la memoria, la tradición, documentos más o menos completos y precisos, sus muros, la iglesia, los nobles restos medievales desde el siglo VIII hasta el comienzo del XVI.    
Lugares como Abadín, Baralla, Sobrado do Picato, Penela, Amoexa, Vilane, Baleira, o Mosteiro de San Pedro da Esperela donde se vertió sangre de moros y cristianos.  Duarría, Río Roza, Orizón, Labio... La Capela de San Martiño, los monasterios de  Vilafrío, de Santa María de Moreira, dependiente del espléndido cisterciense de Santa María de Meira.
La lista sería larga e impropia de un lugar tan modesto como este, pero sugeridora de sentimientos y preguntas como los que siguen y que bien pudieran ser el arranque para nuestros hijos de una reflexión gozosa. ¿Dónde está el origen de nuestros apellidos? ¿Sé que tengo ocho bisabuelos (¿tantos?; sí: cuatro ellas y cuatro ellos) sin los que la vigorosa planta de mi “yo” no habría crecido nunca o, al menos, así?  O, de otro modo, ¿quiénes fueron los que dieron nobleza a mi estirpe? ¿He pensado alguna vez que no soy hijo del azar o nacido en una col como el Totó adoptado como propio por aquella encantadora viejecita de Milagro en Milán
Y, más importante aún, ¿me siento, no solo deudor, sino compromisario en esa maravillosa ráfaga de vida que me viene desde tan lejos, desde tantos ancestros, desde lugares, estados y situaciones para mí desconocidos, pero a los que debo dar respuesta con mi conducta personal?
Nos corresponde educar, formar, tal vez encauzar o reencauzar vidas. ¡Debiera darnos placer acompañar - ¡arduo trabajo! - a nuestros educandos hacia el pasado: hacerles sentir que son herederos de generaciones sin número, con grandeza, con ilusiones - ¡todos los sueños! - sobre sus descendientes (incluidos ellos mismos); abrirles a la ilusionante idea de desplegar la bandera de su apellido como  un proyecto que embellezca la vida de muchas personas y dé luz y calor a muchas más...!

lunes, 25 de enero de 2016

Old Tijkko.

Ya conoces el hecho, estoy seguro. Pero déjame que del hecho saque alguna reflexión que nos valga para ver mejor la vida. Old Tijkko es, parece ser, el árbol más viejo del mundo. Es ese que contemplas en el arranque de esta página y que se encuentra en la montaña de Fulufjället, en el centro de Suecia. Es un abeto que tiene 9.550 años de edad. Le dio ese nombre el explorador Leif Kullman, profesor de Geografía Física, cuando lo descubrió hace once años, como homenaje a su perro siberiano husky, que se llamaba Tijkko. Y su edad se determinó gracias a las pruebas con carbono 14.
Se supone que las condiciones adversas en las que creció, vientos y bajísimas temperaturas, convirtieron a Old Tijkko en una especie de bonsái. Los árboles grandes no pueden sobrevivir tantos años», nos aclara el geólogo. Fue siempre chiquitín, aunque la subida de las temperaturas le permitió crecer cuando ya era muy viejo.
Mide poco más de cuatro metros, que son metros del árbol más joven. Porque lo  viejo son las raíces que se han mantenido regenerándose a lo largo de sus 25 siglos.
¿Lecciones? En las condiciones más adversas crece también el joven con mayor fortaleza, con mejor salud, aunque la apariencia no sea ostensible. Las contrariedades serán para él ocasión de mantenerse en pie, de seguir creciendo lenta y seguramente. Sus raíces, auténtico soporte de su vida y su conducta, son para el garantía de pervivencia, de triunfo y de fortaleza, de seguridad y de esperanza.
Descubrir la grandeza de la personalidad de un joven es una misión que se confía a todos los que le ayudan a formarse. Pero de todos esos presuntos responsables hay pocos (y deberíamos serlo todos) capaces de intuir, es decir, descubrir en lo profundo de su vida, que está llamado a ser grande y a ser modelo de sencillez, de nobleza y de fecundidad por poco que brille, por poco que sobresalga.

martes, 3 de septiembre de 2013

Como entonces.



Primero Virgilio (¡perdón!: Publius Vergilius Maro 70-19 aC) y, cincuenta años más tarde, Columela (¡perdón de nuevo!: Lucius Junius Moderatus 4-70 dC), que habían aprendido de griegos, cartagineses y latinos más viejos que ellos el cultivo de la vid, enseñaban a su vez, con Georgica y  el Liber de arboribus, cómo se cultiva esta eximia planta, entre otros vegetales ilustres. Por ejemplo, el gran poeta (Virgilio, naturalmente, porque Columela, a pesar de haber nacido en Cádiz, de poeta nada de nada) en el segundo libro de sus Geórgicas decía cosas tan sabrosas como éstas (traducidas por mí más o menos): “…planta las vides en tierra parecida a la de su madre”. “Que estén orientadas al Norte o al Sur si al Norte o Sur en su infancia estuvieron”; y añade: “que es mucha la fuerza que guarda el hábito de la juventud”... “Puestas en orden a igual distancia separadas las filas por senderos amplios”.
El Istituto per i beni archeologici e monumentali del Consiglio nazionale delle ricerche en colaboración con la cátedra de Metodologías, cultura material y producciones artesanales en el mundo clásico de la Universidad de Catania se han puesto a ello. Quiero decir a cultivar la vid como los antiguos romanos y a ver qué pasa. 
Parece un reto y una forma arqueológica en vivo ridícula e inútil. Porqué ¿qué van a enseñar gentes de hace dos mil años después de que en el tiempo pasado se han hecho tantos ensayos, cruces, injertos, cepajes, hibridaciones, podas, abonos y todo ese mundo de mimo que los entendidos saben y practican?



La reflexión, muy breve, va por otro camino muy diferente pero igualmente delicado: ¿Qué hay de la educación que nos dieron nuestros mayores? ¿Su “producto” fue peor que el que puebla hoy nuestro mundo? ¿Estamos convencidos de que la “ley” que hay hoy en el aire y que rige la educación de nuestros hijos, de nuestros nietos, ha dejado o deja o va a dejar en la historia la presencia noble de personas llenas de ardor para el trabajo, de tenacidad para la lucha, de constancia en el esfuerzo por formarse, de decisión para renunciar a todo lo que estorbe en la construcción de una mujer y de un hombre abiertos a los demás, generosos en darse, decididos a amar más a los otros – a todos los otros - para dejar de amarse tanto a sí mismos?