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martes, 10 de febrero de 2015

Idiotas?

Hay quien estudia cosas arcanas, lejanas, profundas, raras… Y hay quien lo hace en solitario y quienes lo hacen en equipo. Hace poco, según la prensa que sin duda has leído, un equipo del Instituto de Medicina Celular de la Universidad de Newcastle del Reino Unido obtuvo un primer premio por los resultados obtenidos en un estudio peculiar: constatación científica de la idiotez masculina. ¿Qué camino han recorrido? Han fijado su mirada en la tendencia, mayoritaria entre los hombres, de asumir riesgos innecesarios, es más, irremediablemente estúpidos.
Aducen como prueba las salas de urgencia de los centros médicos y las causas de muerte del débil ser humano. A los hombres les gusta mucho más que a las mujeres sufrir accidentes, coleccionar lesiones por temeridad y deporte, atravesarse de algún modo en el tráfico mecánico, lucirse en proezas de superhombre, presumir de que están muy por encima de las leyes de la gravedad, sonreír por encima del hombro cuando ven a sus pies a la mujer (¡las mujeres!) asustada mientras él se balancea en una cuerda floja.
Copio la noticia: “…son mucho más propensos que las mujeres a sufrir lesiones accidentales y deportivas, así como a ser víctimas de accidentes de tráfico, con una probabilidad mayor de un amargo final sin vuelta atrás. Esta diferencia entre sexos puede ser explicada por factores culturales y socioeconómicos, ya que con mayor frecuencia ellos practican deportes de riesgo o tienen empleos peligrosos, pero existe algo que llaman el «riesgo idiota», un riesgo sin sentido y en principio sin ninguna recompensa que suele terminar muy mal, en el que los varones destacan y mucho.
Según la teoría de la idiotez masculina (MIT, por sus siglas en inglés), los hombres son más propensos a las lesiones y la muerte simplemente porque son idiotas y los idiotas hacen cosas estúpidas. Hasta ahora esta teoría estaba sostenida sobre datos anecdóticos, pero los investigadores quisieron hacer un análisis sistemático de la diferencia entre sexos a la hora de comportarse de forma poco comprensible”.
¿Podemos hacer algo? Yo creo que sí y me atrevería a resumirlo en una sencilla y seria aseveración: “No ser (tan) presumidos: ni ante las mujeres, ni ante los conocidos, ni ante los hijos, ni ante los amiguetes, ni ante los desconocidos, ni ante nosotros mismos”. Se podría resumir: “Sé cuerdo” o “No seas idiota”.
En español la sigla de la teoría sería TIM. No trates de timar a nadie.

martes, 18 de septiembre de 2012

Pareidolia.



Entre Hamlet y Polonio - ¿recuerdas? - se cruza este diálogo en el acto III:
- ¿No ves aquella nube? ¿No tiene la joroba de un camello, mi amigo?
- Un camello: es verdad…
- No, deja, deja. ¿No ves más bien como una comadreja?
- Justo: una comadreja…
- Pues te digo que más bien me parece ya un pescado
- ¡Un pescado!
- Una ballena
- ¡Justo!
- ¡Basta! ¡Que me has hartado con tus conformidades!

Aunque el propósito del príncipe perdido era manifestar su desagrado por la mentira y la ilusión en que pueden enredar los aduladores, nos viene bien traerlo aquí. La sensación de percibir algo sensorial en un estímulo aproximado a la imagen de un objeto es un fenómeno psicológico mucho más común de lo que creemos y al que los especialistas llaman pareidolia (es decir, aproximadamente, cercano a una imagen). Por ejemplo ver en el perfil de una nube la cara de una persona, interpretar como el quejido de un niño el ruido de los goznes de una puerta perezosa. Rorschach lo usó en la exploración psicológica y Jeff Hawkins lo  introdujo en su teoría de memoria- predicción.
Y nosotros lo usamos continuamente en nuestro pensar, juzgar y hablar: Me parece, se parece…  Y nos quedamos tan tranquilos. Como si pudiésemos construir una opinión con pareceres, como si la justicia se asentase sobre  pareceres, como si las decisiones pudiesen ser hijas de pareceres. Y peor es aún que sean los pareceres de los demás los que nos mueven en el precioso y delicado oficio de tejer el juicio y la resolución. Una de las causas de mayor desbarajuste en la conducta de los hijos está en nacer en hogares en los que no hay certeza en lo que se juzga y constancia en la línea de la actuación. Porque muchísimo  peor es que no equivoquemos de  parecer y lo cambiamos y la barca personal, matrimonial y familiar se mueve en círculos.

martes, 31 de mayo de 2011

Confiar da confianza.


Tenéis sin duda presente cuántas veces nuestros hijos o nuestros educandos manifiestan su miedo a no ser entendidos, atendidos, estimados. Se preguntan: “¿Les parece bien a mis padres lo que hago? ¿Por qué todo lo que hago o digo les parece mal? ¿Por qué me corrigen siempre o me riñen? ¿Me quieren?” Un niño o adolescente o joven sumido en ese pozo de incertidumbres no puede verse como una persona normal. No es capaz de decirse: “¡Se acabó! En adelante voy a hacer lo que me dé la gana sin que me importen lo que digan mis padres”. Y entonces  se va modelando como un muñeco sin alma, sin nervio, sin resolución. O sí que es capaz. Y entonces empieza un camino, primero, secreto, y poco a poco, insultante y empapado de tristeza, distancia, decepción, rebeldía y… ¡cuántas veces!, delincuencia. 
En último término todo se juega en la relación “comercial” entre actuación y aplausos o entre actuación y pitadas de la vida. Es verdad que no se puede elogiar lo condenable. Y que muchas de las aberraciones en la conducta de los hijos nace de que se les ríe, se les jalea, se les aprueba todo. Pero no podemos olvidar que el papel de jueces supremos que los hijos atribuyen a sus padres no puede ejercerse como el que, ante el delito, impone una condena; sino como el del maestro que en el taller de pintura elogia un acierto, echa una mano, añade una pincelada, se manifiesta contento con el resultado, aunque diga: “¿No crees que habría que aliviar esta sombra?”.     
Carl Ransom Rogers nació en 1902 en Estados Unidos. Después de un largo recorrido por diversos estudios y por la vida y, tanteando seriamente en el mundo al que por fin se entregó, la psicología, estableció el punto de arranque del movimiento de la Psicología Humanista: Es la empatía la actitud que hace posible la comunicación entre una persona con problemas y su terapeuta y, como es deducible, entre los seres humanos.
Los niños (y toda persona en las etapas de maduración psicológica) sienten la necesidad de que se estime positivamente su actitud ante las experiencias que va teniendo. Pero igualmente necesitan que lo que hacen satisfaga a los demás, sobre todo a los que son para ellos guías y modelos o deben serlo.
Los padres-padres buscan momentos oportunos para comentar con el hijo el avance en su formación, en su cultura, en sus relaciones, en su capacidad de juicio y criterio, en sus conocimientos, en sus gustos y en la orientación de su  vida. Puede ser que el padre no sea el mejor maestro, pero si es padre-padre es el maestro que prefiere el hijo, porque es el maestro al que quiere. Don Bosco sabía y decía que la educación es cosa del corazón. Por eso fue el educador al que querían sus muchachos y al que acabaron llamando padre.