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sábado, 15 de abril de 2017

El Tren eléctrico.

Recuerdas tal vez el relato de Graham Green, en una de sus Diecinueve narraciones, de su encuentro, en un gélido tren de posguerra lanzado hacia el empalme de Bedwell, con el único viajero que ocupaba el otro rincón del departamento. Trato de resumir sus doce páginas.
Empezaron pegando hebra con el comentario compartido sobre lo duro que estaba el panecillo que habían comprado en la estación y acabaron pronto hablando de la corrupción de menores.
El desconocido contó, con calor y un tono emocionado y feliz, de sí mismo, un muchachito de diez años, monaguillo en la parroquia de su pueblo, que llegó a entablar una interesada relación con uno de los dos panaderos del lugar,  precisamente con el que no lograba que le comprase el pan la familia del niño, sólidamente católica, porque el tal panadero se declaraba públicamente librepensador. Y para nuestro pequeño protagonista era, además, feo, tuerto y “con una cabeza en forma de zanahoria”.
Pero Blacker, el panadero, manifestaba hacia el jovencito, un interés especial, hasta el punto de invitarle a entrar en su casa para que viese un tren eléctrico que tenía montado en el suelo. Primero con curiosidad y temor y después vigilando que nadie le viese, entraba en aquella casa y disfrutaba maniobrando el fantástico trenecito.
Y un día recibió del dueño del tren una declaración grandiosa: “Es para ti”. La condición era muy simple: llevarle una de las formas consagradas en la Misa. El niño no dijo nada, porque deseaba el tren, pero no quería de ningún modo hacer aquel horrible acto. La lucha de un niño es dura cuando se enfrenta con un dilema como ese: “Este tren me hará feliz. Pero no puedo hacer lo que me pide”. Razonó todo lo razonable hasta sucumbir: comulgó como siempre aquel domingo, pero puso la forma, al ir a la sacristía para llevar las vinajeras, entre dos páginas de un semanario católico del P. Carey, el párroco. Al irse arrancó la parte del periódico con su precioso contenido. Se lo metió en el bolsillo y se fue a la fiesta familiar con unos parientes que habían llegado a casa.     
Al irse a acostar y registrar los bolsillos se encontró con aquel rollito y su alma se encontró zarandeada por deseos, recuerdos, promesas y… su horrible delito. Puso el rollito al lado de la cama y se acostó. Pero todo a su alrededor sonaba como ninguna noche y su corazón latía sin sosiego. “Me rondaba sobre todo la presencia de Dios allí en la silla”. Oyó un silbido: Blacker había ido a su casa y le hacía saber que esperaba lo prometido. El niño dijo que no y, ante la amenaza del panadero (“Subo a desangrarte y luego será mía”), se tragó todo.
No son solo los menores los que sucumben ante un halago. Los mayores, si lo somos, estamos tan expuestos como ellos, a renegar de lo que sabemos que es verdad por obtener la piltrafa de mentiras y promesas que acarician nuestra conciencia: más dinero, menos sensibilidad, más egoísmo, más libertad. Sólo una noche de amargo desengaño puede librarnos de la corrupción que nos hace esclavos de nosotros mismos con la esclavitud más triste que se puede dar.
El recuerdo y la celebración de la resurrección de Jesús debe ser cada año un refuerzo de nuestra fe y adhesión a la Verdad que nos hace libres porque es el triunfo de la Historia y de la vida que nos amenazan con ahogarnos.

sábado, 28 de junio de 2014

Pastor y pasto.

Entre las más de cincuenta “letrillas” que se atribuyen al cordobés  don Luis de Góngora y Argote (1561-1627), poeta, como todos saben, luminoso y oscuro, original y clásico, innovador y moderno,  inteligente, agudo, almíbar algunas veces y ácido las más, hay una, de 1609, que él titula A lo mismo.
Hoy, día del Corpus desde hace 768 años, complace escribirela en la mente primero, leerla con la fe después y gustarla, por fin, con el amor con que él la sintió y declamó. Es profunda y dice tan bellamente tanto que vale la pena acariciarla sin prisas, llegando a sus venas más profundas con la devoción y respeto con que el poeta sacerdote la escribió.

Oveja perdida, ven
sobre mis hombros, que hoy
no solo tu pastor soy,
sino tu pasto también.

Por descubrirte mejor,
cuando balabas perdida,
dejé en un árbol la vida,
donde me subió tu amor;
si prenda quieres, mayor,
mis obras hoy te la den.
Oveja perdida, ven
sobre mis hombros, que hoy
no solo tu pastor soy,
sino tu pasto también.

Pasto, al fin, hoy tuyo hecho,
¿cuál dará mayor asombro,
o el traerte yo en el hombro
o el traerme tú en el pecho?
Prendas son de amor estrecho,
que aun los más ciegos las ven.
Oveja perdida, ven
sobre mis hombros, que hoy
no solo tu pastor soy,
sino tu pasto también.

domingo, 10 de junio de 2012

¿Somos virutas?


Teófanes el Recluso (1815-1894), también conocido como Teófanes el Eremita, es un santo de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Su nombre era Gueórgui Vasílievich Góvorov. Y, como su padre, fue también sacerdote. Había sido antes hieromonje en el monasterio de Petcherky con el nombre de Teófanes. Fue obispo durante doce años, pero sintió nostalgia de su tiempo de monje y se retiró hasta su muerte al eremitorio de Vysha. Nos puede hacer bien meditar esta dura afirmación que hizo sobre el hombre: La mayor parte de los hombres son como virutas enroscadas alrededor del propio vacío.
Como es una reflexión de hondo calado a lo mejor nos resbala por la funda de nuestra honorable mente. Pero si la tomamos y la aplicamos con una pizca de valentía y sinceridad a nuestro enhiesto yo, puede que nos ayude a descubrir su verdad.     
¿No nos hemos sorprendido alguna vez mirándonos al espejo de lo que dicen de nosotros para aparecer como nos gusta que nos vean, aunque nos parezcamos muy poco a esa imagen del espejo de la fama? ¿No nos echamos a cuestas el ropón de la importancia porque nos cuesta descubrirnos sin importancia delante de los que nos miran a fondo?
Los cristianos tenemos en el misterio de la Eucaristía el antídoto contra ese raquitismo de virutas vacías. La fiesta del Corpus, a punto de celebrarse, no es una reliquia del pasado o un ejercicio devoto de fe. Es el fruto del amor de Quien vivió entre nosotros y ahora vive en nosotros para liberarnos de la corteza del propio yo y llenarnos de la grandeza de la entrega.
El mundo está enfermo de egoísmo. Se alimenta de egoísmos. Construye egoísmos. Hubo un grandioso dibujante, Giovanni Battista Piranesi, en el corazón del siglo XVIII, que tomaba el esquema de un viejo y suntuoso palacio clásico y lo convertía en un instrumento de tortura para sus imposibles habitantes.
Estamos haciendo la locura de que el ejemplo de la entrega total que realizó Jesús de Galilea nos parezca que es algo ajeno a ese instinto de encerrarnos en nosotros mismos, como la viruta de Teófanes y de asfixiarnos en nuestras propias y atormentadoras salas vacías y dominadas por el narcisismo. Está Cristo aquí, a nuestro lado, para convencernos de que vale la pena ser hombres capaces de amar y de que el engaño de querer proteger nuestra pobre existencia nos lleva a vivir abrazados a la nada.

viernes, 16 de marzo de 2012

Todo es amor.


La Historia es un amasijo de amor: mezcla de amores y amor, del amor y de sucedáneos, de realidad y apariencias, de intentos y triunfos, de fracasos y de victoria, de odio y de amor. No ha habido más, no hay más, no habrá nunca más.
Pero lo maravilloso es que en medio de ese amasijo se mueve, impetuoso y definitivamente triunfante, el fuego del amor de Dios. Lo hace de un modo humilde, casi insospechado, oculto, respetuoso con la libertad del hombre.
La eucaristía es la primera escena del último acto del amor de Dios a los hombres con su Hijo antes de su muerte. La segunda es la entrega en la cruz. Son dos hechos inimaginables: los hombres matan a Dios y, antes de eso, Dios hecho nuestro, hecho nosotros, parte y nos entrega su cuerpo y su sangre para hacernos más él, para hacernos solidarios con él en la expiación de los pecados de todos los hombres.
Lo que nos pasa día a día es que "... no sabemos lo que hacemos". La histeria, que parece ser dueña del mundo y de nuestros deseos, nos zarandea en gestos convulsos con los que arañamos, herimos, sajamos, apuñalamos, rompemos, violamos, pisoteamos la carne de nuestros hermanos (¿hermanos?). Y su espíritu.
Tomar el propio cuerpo, partirlo, entregarlo como alimento diario pertenece a esa cadena invisible y misteriosa del incomprensible Amor de Dios a cada uno de los hombres, elegido y amado. Tomar la propia sangre, la vida, para que sea alianza nueva y definitiva con Dios es la misión que nos ha dejado Jesús.
Recrea el alma leer el texto de una vieja y preciosa expresión litúrgica del siglo VI de la Iglesia siro-oriental: "Tú, Dios, ser a cuyo poder nadie resiste. Tú eres uno, sólo tú, naturaleza santa y sustancia adorable. Tú que eres como sólo tú eres; y que cómo eres, nadie lo sabe. Tu, cuyo nombre es estupor; y tu memoria es temblor; y maravilla es la narración sobre ti;  y temor es la historia de tu sustancia...".
Y sigue recordando los gestos del feliz festín al que nos invita cada día: "... Y cuando ya estaba dispuesto para ser elevado de nuestra región y ser trasladado a la región de los espirituales, de la que descendió, dejó en nuestras manos la prenda de su cuerpo santo, para estar más cerca de nosotros por medio de su cuerpo; y mezclarse en todo tiempo en nosotros por medio de su poder.... Nos dejó este misterio terrible y nos confió un ejemplo para que, como hizo, hagamos fielmente y vivamos por medio de sus misterios".