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jueves, 10 de mayo de 2018

La medida de Procustes.


Procustes era un bandido griego en la lejana historia. Siempre y en todas partes ha habido bandas y  bandidos. Basta mirar a nuestro derredor (y un poco más allá) en nuestra querida Patria. Con su banda actuaba Procustes en el Ática. Vigilaba el paso de los ingenuos que osaban pasar por un determinado puerto en la montaña. Los detenía y robaba. Y a los que no satisfacían su avidez, los sometía a esta corrección: tendido en un lecho que tenía la medida del bandido, los descoyuntaba o cortaba los pies si no llegaban a su estatura o la excedían.
Procustes no era, evidentemente, un hombre educado. Ser educado lleva consigo aceptar que cada persona con quien convivimos sea ella misma, respire su aire, disfrute de sus derechos, conserve su propia medida.
Cuando oprimimos, deprimimos, exprimimos o comprimimos (que todo eso somos capaces de hacer en los vericuetos de nuestra vida)... cuando hacemos algo de eso con nuestro vecino y le sometemos con ello a nuestra medida, a nuestro gusto, a nuestro criterio, a nuestra real gana, empezamos, seguimos y acabamos siendo mal educados. Como Procustes.
En el fondo, un ‘maleducado’ es un egoísta. Y un egoísta es, en el fondo y la forma, un inmaduro, un enano, un raquítico de espíritu que conserva, aún después de muchos años de vida, la idea infantil de que todo el mundo gira alrededor de él, de que él es el bello ombligo del mundo. “¡Cuántos son los enanos!”, lloraba Plauto. Y Juvenal decía: “Los buenos son tan pocos, que apenas llegan al número de las puertas de Tebas o de las bocas del Nilo”· Que eran siete.
En la historia de los hombres hay figuras que pasan por modelos. Buenos o malos. Un modelo fue Caín. Estaba estrenando la vida y ya oía en su corazón: “... a tus puertas está el egoísmo acechándote como una fiera que te codicia y a quien tienes que dominar”. Y él respondía a Dios, después de haber matado a Abel: “No sé dónde está. ¿Es que me toca a mí cuidar de mi hermano?” Un poco descuidados debieron de estar Adán y Eva en la educación de este hijo mayor.
Así hablan todos los egoístas, es decir, todos los ‘maleducados’. No saben dónde están sus hermanos. ¡Que no los ven, vamos! Y si no los ven, mal pueden preocuparse de ellos. Hacen verdad -  pero ¡de qué modo tan miserable y tan triste! - la afirmación de George Berkeley hace tres siglos: Esse est percipi. Existe lo que veo, en una traducción cómoda. Existimos porque Dios nos ve. Existen las cosas que percibimos. Y las personas. Podríamos pasarlo a nuestro lenguaje vulgar: “Lo que no me interesa, ni lo veo: no existe para mí”.

domingo, 17 de julio de 2016

Nuestro!!

He salido a caballo esta mañana
cuando el sol en la tierra aparecía
e inundaba de luces la besana
que en rosados colores se teñía.
He ido a ver mis haciendas y mis prados
con el mismo entusiasmo y alborozo
con que un rey visitara sus estados.
Y al extender la vista sobre el llano
que llega de los montes hasta el río,
extendiendo la mano,
he gritado con ansia: -"Todo es mío.
Mías son esas mieses, que amarillas,
inclinan las cabezas
repletas de semillas,
que son germen de vida y de riquezas.
Míos son esos bosques seculares
de encinas y olivares
que se pierden allá en el horizonte:
y míos los ganados
que suben apiñados
por la verde ladera de aquel monte”.
Y de nuevo, con loco desvarío,
repetía con ansias: "Todo es mío."
  …
El viejo capataz que me acompaña,
nacido en la cabaña
que los rudos pastores de mi padre
hicieron para abrigo en la montaña,
haciendo adelantar a su jumento,
interrumpe mi loco pensamiento:
“Todo lo que usted mira es de la hacienda.
Su padre la heredó, y hoy, mejorada,
a usted se la encomienda”.
Al escuchar aquella voz cascada,
voz a la de mi padre parecida,
cuando próximo ya a perder la vida
tendía a mí, su mano descarnada:
al mirar aquel rostro macilento,
que solo con hablar del amo, llora,
de mis torpes ideas me arrepiento.
“ No es mío, no. ¡Es nuestro!”,- exclamo ahora.
“¡Nuestros campos!”, decía cuando hablaba
mi padre a sus gañanes.
“¿Qué tal van nuestras mieses?”, preguntaba.
Hacíanse en el mismo horno los panes
y con la misma harina se amasaban.
Nuestro, nuestro. ¡Es verdad! ¿Qué hice yo acaso,
qué fatiga pasé, que gota encierra
del sudor de mis manos esta tierra,
esa fortuna que me sale al paso?
Nacer, haber nacido es mi derecho.
Poco título es para una herencia
cuando se tiene estrecha la conciencia
y un corazón cristiano esconde el pecho.
Y poniendo la mano
en la espalda fornida del anciano
y ocultando una lágrima furtiva,
le he dicho convencido,
con voz franca y sincera:
Nuestra hacienda el Señor ha bendecido...
Pero vamos arriba,
que nuestra gente y nuestro hogar espera”.

viernes, 3 de enero de 2014

Groenlandia.



Pobremente trato de situarme donde deseo. Y empiezo diciendo cosas conocidas. Que la enorme isla de Groenlandia, situada allá arriba, al Este de Norteamérica,  tiene una extensión de 2.166.086 kilómetros cuadrados y 61.000 habitantes (pero hace sesenta años eran 34.000). Que la descubrió el año 864 Erik Thordwalson (Erik el Rojo) quien le dio ese nombre (¡optimista!) de Tierra Verde, aunque el 84 por ciento de su superficie está helada. Que es una Región Autónoma de Dinamarca y que su capital es Nuuk.     

Pues bien, un grupo de investigadores de la cátedra de Geografía de la Universidad de Utah, en Salt Lake City, Estados Unidos, a cuyo frente está el profesor Rick Foster, ha descubierto un acuífero en la capa de hielo de Groenlandia, con agua líquida durante todo el año mientras que sus alrededores están helados. Estos alrededores tienen una superficie igual a la de los estados norteamericanos de California, Nevada, Arizona, Nuevo México, Colorado y Utah juntos. Con un espesor medio del hielo de 1,5 kilómetros.

El acuífero descubierto tiene unos 27.000 kilómetros cuadrados. Lo llaman «acuífero 'firn' perenne» y equivale en superficie al estado norteamericano de Virginia Occidental. «Aquí, en lugar de almacenarse el agua en el espacio de aire entre las partículas de roca del subsuelo, se almacena en el espacio de aire entre las partículas de hielo, como el jugo en un cono de nieve», añade Forster. Y añade: «El hecho sorprendente es que el jugo en este cono de nieve nunca se congela, incluso durante el invierno oscuro de Groenlandia. Grandes cantidades de nieve caen sobre la superficie a finales del verano y rápidamente aísla el agua de las temperaturas del aire bajo cero de arriba, permitiendo que el agua persista durante todo el año».

Y como estas líneas no pretenden ser una ventana abierta a la ciencia, sino a la conciencia, sigo con mi “aplicación”.

¿No sucede lo mismo – o algo parecido - en las familias, en los grupos, en la sociedad? Junto a una persona rica en iniciativas, en actividad, en calor, en optimismo, en osadía… están otras que siguen siendo témpanos de hielo a las que no se les ocurre nada, a las que no les pida usted ayuda o algún favor porque están muy ocupados, porque están a lo suyo, cansados de tanto bregar, necesitados siempre de la tranquilidad que da sentarse a renovar fuerzas y a prepararse para momentos mejores.

Si es que no son de los que observan el mundo con sagacidad y hondura y descubren que nadie hace nada bien, que bien merecidas se tienen la crítica y hasta la condena y que son el ludibrio y la ruina de un mundo que anda a trompicones porque no hace caso de las advertencias que ellos, sabios, hacen.

sábado, 21 de abril de 2012

Anecoica.


El diccionario de la RAE dice de un lugar anecoico que es capaz de no reflejar el sonido. Tal vez venga del griego anecoo, que es lo mismo que no oír. Y tal vez yo esté en confusión porque no sé si es lo mismo no oír que no reflejar un sonido. La sociedad norteamericana Minnesota Orfield Laboratories se ha puesto a construir una cámara anecoica y ha conseguido que lo sea (que no se oye en ella nada) al 99,99%, dicen los medios de comunicación.  
Por si alguien necesitase en su casa algo parecido y no hubiese tenido acceso a la fuente, le damos las pistas para lograrlo: paredes de 3,3 metros de espesor en fibra de vidrio y acero y 30 centímetros de hormigón; suelo blando al paso. Se calcula que en un dormitorio doméstico hay 30 decibelios, mientras que en la anecoica de Minnesota el ruido de fondo es de -9,4 dB (la respiración tranquila de una persona sana es de 10 dB, dicen las tablas). 
Pero, claro. En un silencio tan extremoso suceden cosas como que asusta el ruido del latido del corazón, la respiración y los gorgoritos del sistema digestivo. ¿Con que resultado? Nadie ha aguantado dentro más de 45 minutos.
En realidad no se usa para cámara de tormentos, sino para comprobar el efecto de los sonidos sobre ciertos productos comerciales sensibles.
Pero conocer ese “antro” nos puede hacer pensar en las situaciones que a veces creamos en la vida (y hasta con las personas a las que más debiéramos querer) y que nos hacen aislarnos sin querer saber nada de nada. “Liarse la manta a la cabeza” era la forma elemental antes de que llegase el producto del Minnesota Orfield Laboratories. Y sigue siendo el recurso inmediato para levantar un muro de ignorancia del prójimo más próximo.
¿De qué está hecho? El espesor lo da, evidentemente, el egoísmo. Mi “yo” se escucha a sí mismo con tal seguridad que no necesitamos ninguna otra voz para orientarnos en la vida. Esa fuerza animal que tan fuertemente nos maneja muestra sus formas de grosería, falta de respeto, ausencia de amor, engreimiento, desprecio… hasta regurgitar ganas de destrucción del que está invadiendo el sagrado recinto de nuestro “yo”.
A los padres y a los educadores les falta con frecuencia en su prontuario de educación familiar el capítulo que habla del otro (¡los otros1) como la realidad afortunadamente tangible y audible con la que se puede practicar el delicioso ejercicio de la comunicación.

lunes, 21 de marzo de 2011

La tierra tiembla


Desde las 08.55.38 (hora local) del 09.03.2011 hasta las 07.06.11 del 16.03.2011 las sacudidas que se sucedieron cerca de Honshu (costa Nordeste del Japón: 40º N – 140º E) fueron 502. Así lo comunica el U.S. Geological Survey y sabemos casi todos.
El día 11 hubo 130, de las que una, la de magnitud 9.0, a la que llamamos ingenuamente “el terremoto de Japón”, despertó de la relativa tranquilidad de su sueño  a los japoneses de aquella latitud a las 05.46.23. Porque de las 502 de esos ocho días sólo 4 habían alcanzado o superado levemente la magnitud 6.0. Creyeron que era uno más de los vaivenes de todos los días.
Ellos saben que “la Tierra tiembla” no es sólo el título de una vieja y dramática película de Visconti, sino una realidad natural e igualmente dramática de esta Tierra en que posamos nuestros pies. La Tierra tiembla desde que existe. Y tiembla el Sol y tiemblan las estrellas. Y no está en nuestras manos detener ese proceso que pertenece a la naturaleza de su ser. La Tierra es así de bella porque ha vivido temblando desde hace miles de millones de años.
Pero hay sacudidas que nos interesan profundamente sobre las que sí podemos (¡y debemos!) alargar nuestras manos y, sobre todo, nuestro corazón. Son las de una tierra bendita, fruto del amor, que son los hijos, que viven y crecen movidos por las sacudidas de su naturaleza o las de su entorno. En esa tierra hemos puesto la riqueza de su herencia. Y tal vez nos hemos quedado pasmados cuando hemos visto en su historia las pequeñas sacudidas de su personalidad (la ruptura del gracioso capullo para que empiece a lucir al sol la flor; la crisis de su belleza para dejar que se forma el fruto) o las que recibe del vaivén de eso que no existe y que llamamos cobardemente sociedad para sacudirnos la responsabilidad de educar o de no haber educado. No nos damos cuenta de que estamos ausentes de la vida de nuestros hijos. Algunos de ellos afirman que nunca han hablado con su padre. Le han dicho “cosas” y han recibido muchos sermones. Pero nunca han tenido la oportunidad de sentir que su padre (y su madre) “es” para él; que la comunicación es, no sólo una necesidad, sino el placer de crecer gustando del aliento de quienes le dieron la vida por amor y deben seguir dándosela con el amor equilibrado de cada gesto en una relación mutuamente creadora. 
Y si ante una tragedia como la de Japón lo único que oyen decir es que “¡es terrible!”, “¿qué nos puede suceder a nosotros?”, “¿llegarán hasta aquí los efectos?”, “¿podrá pasar en nuestras centrales nucleares lo mismo?”, estamos sembrando dos tristes semillas: la del miedo que parece ser el único sentimiento que nos queda hoy ante todo (y que está abonando con tanto agrado la mal llamada por unos “opinión pública” y por otros “el alma del pueblo” y algunos irresponsables nucleares); y el egoísmo, que nos envuelve ya hasta la asfixia en su manta protectora, como si pudiésemos ser hombres, ser humanos, crecer y madurar encerrados en la estéril cloaca del “nosotros, nosotros mismos, sólo nosotros”.