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martes, 7 de abril de 2015

Sans Serif.

Suvir Mirchandani, de origen indio y de 14 años, demostró en una competición de ciencias de su escuela secundaria, que el Gobierno estadounidense podía ahorrar 370 millones de dólares al año si dejaba de usar el tipo de letra Times New Roman y adoptaba la Garamond. Se trataba de cuidar el ambiente disminuyendo el consumo de papel y tinta (“… que es el doble de cara que el perfume francés”, dijo Suvir).
Estudió la frecuencia de los caracteres más repetidos a, e, o, t y r de los tipos Times New Roman, Garamond, Century Gothic y Comic Sans y comprobó que su distrito escolar podía ahorrar 21.000 dólares anualmente. Envió su cálculo a una publicación de investigadores jóvenes ampliándolo a los ámbitos federal y estatal con un ahorro anual de los 370 millones ya apuntados.
Los tipos sans serif (sin serifa, sin adorno, sin “gracias”, sin “cuento”…) usada en Inglaterra desde el siglo XIX, prescindía de adornos en sus extremos. Pero, además, presentaba un aire de sobriedad, claridad, seguridad y alegría que facilitaba tanto la escritura como su lectura. Y se ajustaba mejor a la impresión de carácter comercial.  
La letra sans serif (sin serifas, sin ribetes, sin gasto superfluo) puede ser, a su vez, de contraste, geométrica, grotesca, humanista, informal, híbrida, de terminación redonda, Bauhaus y ajustada.
Pero lo importante para nuestro objetivo son estas otras dos cosas. Que cuando un muchacho, una persona, tiene una mente creativa, inquieta, trabajadora, fértil descubre mundos nuevos que están escondidos para los que se alimentan de rutina, de indolencia, de dependencia y de vagancia.
Y que cuando el sentido de economía (que es “gobierno de la casa”, ¡de todo en la casa!) en la propia vida preside las intenciones, deseos, planteamientos, programas y ejecuciones desaparecen todas las formas de dispendio, despilfarro, derroche y ostentación que nos hacen más parecidos a los pavos reales o a los urogallos que a personas equilibradas. ¡Cuántas “serifas” habrán sisado lo esencial del patrimonio personal y familiar! ¡Cuántas falsas y cacareadas crisis de personas, familias, sociedades, empresas y organizaciones habrán nacido de las innumerables y a veces disparatadas serifas con las que han falseado y  pavoneado sus actos! ¿Y las veces que hemos dado unas perrillas al niño “para gastar”, educándole a que llene su vida de serifas?

lunes, 5 de enero de 2015

Oimiakón.

Oimiakón significa en lengua yakuto (que es la que se habla en el lugar) “agua sin congelar”. No se refiere, claro está, a la que está al alcance de la mano, porque permanece helada casi todo el año. Sino a la de un surtidor natural de agua caliente a 50º que hay cerca del lugar. Oimiakón está al Este de Siberia en el Nordeste de la República rusa de Sajá relativamente cerca del mar. En Oimiakón viven, más o menos, 480 personas. Y presumen de que es el lugar más frío del mundo: - 67º C. Pero los más viejos recuerdan que el 26 de enero de 1926 llegó a – 71,2 (hay quien dice que, como son viejos, a lo mejor exageran o que se les heló el termómetro o… que tienen helada la memoria). Aunque, con todo respeto, debe tenerse por bueno que la temperatura natural más baja alcanzada en la Tierra, y medida como deben medirse las temperaturas, parece que fue de -91º C en el Macizo Antártico.
¿Y por qué no se va la gente de allí si en el mercado sólo hay peces y carne – sin necesidad de congeladores ni frigoríficos: mira la foto -, si la leche de renas se conserva sólida en el sótano y si se les para el coche en la “calle” y lo dejan allí pueden considerarlo ya para siempre como un monumento a la sabiduría de los países cálidos? Porque saben aguantar, crecer en la adversidad, mantener el calor de la familia, no quejarse, no lamentar tener que carecer de lo que saben que otros tienen, cultivar la vida social y familiar, gozar de la dicha de la intimidad…
Nuestros males no son casi nunca y para muchos no tener, sino no tener eso que nos gustaría tener, sufrir ese taladro de la conciencia que llaman envidia y que abre aguas en la zona de flotación de nuestra nave. No me estoy refiriendo -  y el inteligente que lee esto y lo comprende bien lo sabe – a los que carecen, por tantas razones de la vida más que de la historia, de lo necesario para vivir con dignidad. Sino a los que pudren la propia vida y la convivencia con los demás con un llanto nunca inteligente y siempre vergonzoso, con una acusación injusta al menos cuando la hacen mientras que ellos siguen con sus quejidos y sus más o menos disimulados y nunca justificados despilfarros.


domingo, 21 de septiembre de 2014

El olor del dinero.

El subsidio o, al menos, algunas clases de subsidio, eran un derecho en la Roma imperial. Y antes del imperio. Es y era el modo de tener contento al pueblo. Fue (y ruego a los enterados que me corrijan) Cayo Sempronio Graco el que desde 123 a.C. empezó a dar de comer gratis a un colectivo bastante amplio de ciudadanos. Tres siglos más tarde el emperador Aureliano daba pan, vino y carne de cerdo. Y tuvo que levantar las murallas de ladrillo que conocen los que visitan Roma por miedo a los bárbaros. El esplendor del imperio se vino abajo por sus dispendios, no por los bárbaros. Que también llegaron.
Pero hubo quien, por otra parte, presionaba con impuestos. Uno de estos, llamativo hoy hasta cierto punto por lo extraño, fue el vectigal urinae para las fullonicae, es decir, los batanes o lavanderías y tintorerías. El ácido úrico era, parece, un detergente muy estimado. Eso se le ocurrió a Vespasiano (los urinarios públicos actuales de Roma siguen llamándose vespasiani). Y su hijo Tito le reprochaba que no era muy noble esa iniciativa (así lo dice Suetonio en el capítulo 23 de la Vida de Vespasiano). Pero Vespasiano le convenció de un modo muy definitivo. Le hizo oler una moneda mientras le decía algo así como “¿Huele mal?”.

Vivimos, vamos hacia adelante (o hacia atrás) pidiendo, exigiendo, procurando que el ocio y la técnica nos libren de esfuerzos, procurando que la moda y la envidia nos vistan mejor, llenando de inutilidad lo que nos dicen que hoy es imprescindible, haciendo de la existencia una cadena (que nos ata, ¡y cómo!) de subvenciones, pretensiones, concesiones, halagos, lujos, vacíos… Y por otra parte, y cada vez más, mientras acusamos a los demás de corrupción, nos bañamos en un dinero cuyo olor no nos importa. Seguimos acusando, pero con poco acierto en el tiro, porque dejamos de preguntarnos si huele mal el dinero que manejamos nosotros. No porque lo hayamos robado (o sí), sino porque no hemos hecho mucho esfuerzo en nuestras vidas y en la educación de nuestros hijos por saber que muchos de nuestros gastos son un insulto a la dignidad humana, al sentido común, a la justicia y al amor.