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viernes, 21 de junio de 2019

Malvavisco: curar con la buena compañía


Antes de hablar del malvavisco, planta malvácea aparentemente vulgar, nos referimos a su nombre griego que alternaba con el de altea, que es médico, medicina, con propiedades tan extensas como eficaces.
Cuida el malvavisco de la piel sanando quemaduras y heridas – dicen los que entienden - , alivia la inflamación de las vías respiratorias y los abscesos dentales y algunos casos de amigdalitis y laringitis. Es un magnífico tratamiento para el asma y la bronquitis, los trastornos de la vejiga y el estreñimiento, hematomas, forúnculos, luxaciones y esguinces, picaduras de insectos, gastritis, dolor de estómago, etc., etc., etc.
Pero esto no es el puesto de venta del malvavisco de un curandero, sino una sugerencia útil sobre un hecho del que sin duda has gozado alguna vez en tu vida social: la presencia de un amigo, uno de tantos muchas veces, que estaba sin relieve aparente, pero que sonreía, hablaba y se movía de modo que la vida del grupo gozaba de un espacio de paz y felicidad fecunda que tal vez no se daba en otros grupos ni tal vez en la propia familia.
Es un privilegio nacer como uno de esos constructores de convivencia serena, casi feliz. Pero puede ser una condición personal de tono y comportamiento que podemos cultivar en nosotros, en nuestros educandos, en nuestros hijos. Ser sólo individuo es acentuar el propio yo, hacer saber con la actitud que con él no cuentas para todo lo que exija generosidad, entrega, ayuda, cercanía, acogida, luminosidad…
Debemos hacerles pensar y sentir que una persona es una persona, no un mero individuo. Es decir la fuente de un sonido – personare – grato en su forma y gratísimo en su intención, la fuente de una palabra oportuna, un gesto de simpatía, una mirada de identificación, la seguridad de que cuentas ya con él, de que puedes contar siempre con él.

viernes, 8 de marzo de 2019

Dónde está el Norte?


Un amable lector (todos los que me leen son amables: ¡Muchas gracias!) me escribe: “Puedo ser comunista? ¿Puedo ser bolchevique? ¿Puedo ser gay? ¿puedo ser ateo? ¿puedo ser catalanista? ¿puedo ser de Romanones? ¿Puedo insultar a Prim? ¿puedo decir de Viriato que era bárbaro y cruel? ¿Puedo afirmar que el Imperio Romano fue una apisonadora insensible? ¿Puedo quejarme de Proserpina porque se empeñó en dar nombre a un embalse que se llama Albuera de Carija? ¿Puedo decir que Xi Jinping es el mejor Presidente de la Historia?... ”.
No sigo poniendo todas las cosas que me dice el lector que puede ser sin que nadie se meta con él. Puede ser todo y decir todo, porque vivimos en un mundo en el que la ley nos permite ser nosotros mismos, pensar lo que queramos pensar, decir lo que nos dé las ganas decir…
Hasta que la silenciosa (y, con frecuencia, inoperante) Suprema Ley de la Convivencia (que está, como todos sabemos, por encima de cualquier ley humana, caduca e interesada) me diga que eso que quiero ser o decir atenta contra la libertad, la vida o la dignidad de los otros. De cualquier otro.
Y sigue el buen lector: “Pero cuando digo que quiero ser «facha» me dicen que no se me ocurra; o me amenazan con excluirme de su aprecio”. ¡Ya estamos! Aquí se ha hecho “suprema” la necia Ley del Borreguismo. 
En el fondo hay en nuestra conducta (y por desgracia también en nuestro criterio) una especie de plantilla social que me sugiere ser, pensar y actuar de modo que no ofenda a la mayoría. Porque me da miedo la mayoría, temo que me acose, que me convenza  de que estoy loco, de que eso ya no se lleva, etc.   
Dicho de otro modo, vivimos moviéndonos dentro de corrientes, siguiendo a “Vicente porque va por donde va la gente”, dejando de ser personas, renunciando a tener un Norte en nuestras opciones, nuestras decisiones, nuestra conducta, ser yo mismo, aceptando las normas racionales y convencionales de la convivencia, pero sin “pertenecer”.
Pertenecer significa que algo o alguien me tienen atado sin salida fácil (¡o posible!) y eso va contra mi condición de hombre honrado y responsable que quiero ser lo que sé que debo ser y actuar colaborando con los demás, pero sin dejarme uncir al carro de una mayoría por grande que sea o una minoría por enérgica que me parezca.
Educamos tratando de ayudar a modelar respetuosamente desde fuera el tesoro que se nos ha confiado y que debe moldearse y tallarse valientemente desde dentro. 

viernes, 16 de noviembre de 2018

Cobras: conducta no imitable e inapropiada.


Bien se sabe que el nombre de Cobra es el nombre común de un grupo de serpientes venenosas. Pertenecen, dicen los entendidos, a la familia Elapidae, y en ella brillan por su especial energía y decisión en eliminar a los que les molestan o amenazan, las Naja, que comprende nada menos que veinte especies, y Ophiophagus, con una sola  especie, pero de aspecto amenazante y de mordedura fatal. Afortunadamente viven en zonas tropicales y desérticas poco habitadas por humanos en el sur de Asia y África.
No es frecuente el hecho de que en un zoo nazcan cobras. Pero los cuidadores del de Cincinnati, en Ohio, comprobaron hace unos años la eclosión, parece que por primera vez en cautiverio, de huevos de cobra. Y observaron con asombro que las cobras recién salidas a la luz tras haber roto el huevo, después de 48-70 días de incubación, irguieron sus 8-10 pulgadas dando ya juego a su lengua sibilante. Por instinto, naturalmente, porque no habían tenido ocasión de verlo hacer a sus madres.
El modus operandi es escupir a los ojos de las víctimas, desde un hueco de sus dientes, el veneno que provoca escozor, quemazón y en algún caso ceguera.  
¿Dónde y cómo aprenden los muchachos que insultan, ultrajan, zahieren a amigos y enemigos de su entorno? ¿O, en aparente tono menor, critican, inventan, descalifican y a veces, hunden en el temor y la huida, a compañeros de los que no han recibido ninguna forma de amenaza?       
Guardan, tal vez por herencia, el veneno de sentimientos de envidia, de complejos arbitrarios, de necesidad de vengarse sin razón para ello. O han mamado en la intimidad de su hogar (hogar viene de fuego) las llamas que pretenden abrasar a todo el que les pueda hacer sombra o mida un centímetro más que ellos.
Cultivar los sentimientos, pienso, es la primera y más delicada y necesaria de nuestra labor de educadores. No es en absoluto difícil, pero requiere la atención, delicadeza y constancia de un mundo interior como el de la estima y la pasión.

lunes, 13 de agosto de 2018

Petulancia o el no saber pedir.


Pet, en la cuna de nuestra lengua, el indoeuropeo (según dicen los que son capaces de decir estas cosas tan sublimes y acertar), encerraba el significado o sentido de volar, lanzarse hacia, precipitarse sobre o en… De pet vino petere, que es, por ejemplo, pero no solo, dirigirse a otro generalmente para pedir. Y cuando petere se hizo canalla resultó petulare. Y petulantes eran los inaguantables pedigüeños en la pobre-rica Roma, las prostitutas en la misma Roma virtuosa y vil. Y petulantes son hoy todos los que inoportuna, extemporánea, irracionalmente… exigen. No piden, que es verbo racional, oportuno, comedido, a la medida del trato entre personas que razonan. Ellos petulan.    
Demos una vuelta por el inverosímil mundo (inverosímil: “que no se parece en nada a lo verdadero”, es decir a lo correcto, lo  conveniente, lo sensato) en que nos movemos: en la familia, en la llamada sociedad, en el mercadeo de la Política, en las instituciones, en las naciones y en sus conventículos y advertiremos cuánto hay de petulancia, de exigencia, de violencia sutil o palmaria en sus actuaciones.
Esto, que suena tanto a política, puede trasladarse sin reparo al precioso mundo de nuestra preciosa misión de educar. ¡Cuánto hay de petulancia donde no se ha enseñado a pedir! La insolencia no es arma de los fuertes. Los fuertes tienen armas que hacen reflexionar, callar, ordenar, dar. Los débiles se sienten movidos por lo que creen que remueve a los otros: el fingimiento, la exageración, las quejas, los llantos, los mimos, la mentira, y un pretendido paso a la concesión.
¿Qué hacer? Conducirnos a sentir que conversar es un noble ejercicio de convivir. Y que, como decía Quinto Horacio Flaco a su amigo, y casi preceptor, Publio Virgilio Marón, mi otro debiera ser siempre "dimidium animae meae", mitad de mi alma: ¿quién no ama la mitad de lo que es? Y educar en consecuencia.

lunes, 16 de abril de 2018

Terencio: sentencias antiguas y sabias.


Publio Terencio Africano vivió solo treinta y cinco años: murió en el 159 aC, mucho antes del Imperio, según nos cuenta Suetonio. Nació esclavo, pero su amo, Terencio Lucano, le dio su nombre y la libertad al constatar la grandeza de su mente y su criterio. Escribió seis obras de ambiente griego que se conservan, dado su estilo de carácter ejemplar y educativo y el agrado que su lectura produjo durante la Edad Media y el Renacimiento (AndriaEl eunucoEl autoflageladonada menos que HeautontimorúmenosAdelfosLa suegra y Formión) por su estilo inteligente, espontáneo y agradable.
A este Terencio se le deben “sentencias”, tomadas de sus obras, que manifiestan la sensatez de su pensamiento y que hoy nos hacen tanta falta como a los que le leyeron hace dos mil años. Vamos con una.

La condescendencia crea amigos y la verdad, odios.  

Condescender no es solo ceder. Es ceder bajando. Prescindir del propio criterio, del posible sentido que se tiene del deber y la justicia, de la decisión de mantener en pie de todos modos la convicción que seguramente creíamos que era peculiar de nuestra identidad personal, poseedora y defensora de la verdad. Todos sabemos, como lo sabía Terencio, que tener enemigos es malo, que suscitar odios es peligroso, que vale la pena fingir para no traicionarnos antes que ganarnos enemigos de los que, si lo son, no sabemos qué podemos recibir.   
Porque lo que en un primer momento obtenemos, la paz, es un espejismo. Porque “dejarnos en paz” el que acosa no le hace cambiar; nos hace cambiar a nosotros y nos obliga a tratarle en adelante con la avergonzada careta del fingimiento, de la mentira ante su amenaza de amistad que nos da miedo.
Amenazar con esa paz es un procedimiento frecuente en una sociedad que crece inmadura, infantil, cobarde y que alimenta la imposición del egoísmo, el capricho, el insensato “la razón la tengo yo”, que da sombra a nuestras vidas.       
¿Lo tenemos en cuenta en nuestra tarea de modeladores de personalidades?

sábado, 9 de diciembre de 2017

Shanidar: trogloditas, pero humanos.

En los montes Zagros de la región de Erbil al norte de Irak hay una cueva, la de Shanidar, a la que te invito a asomarte. Entre los restos humanos, neandertales, se encontraron hace unos sesenta años, los de un adulto anciano muerto hace más de 50.000 años, cuando él contaba 40. Según los antropólogos que lo estudiaron era un hombre muy limitado: le faltaba el antebrazo derecho, tenía lesiones en la pierna del mismo lado, la huella de una fuerte lesión en la cabeza siendo niño por la que seguramente había perdido la visión de un ojo, y sordera en ambos oídos por un crecimiento óseo en los canales auditivos de ambos oídos.  
Recientemente Erik Trinkaus, profesor de antropología en la Universidad de Washington en St. Louis, y Sébastien Villotte, del Centro Nacional Francés de Investigación Científica, han tratado de imaginar la vida de un hombre anciano  hace tantos años (tener cuarenta años era entonces ser anciano) y han sugerido que la convivencia de aquella sociedad estaba presidida por sentimientos de respeto, acogida, ayuda, protección y curación en un medio de vida difícil al ser una sociedad de cazadores-recolectores en la que este hombre del Pleistoceno no habría podido sobrevivir por sí solo.
Los prejuicios de considerar a nuestros parientes primitivos poco atentos y hasta desaprensivos o violentos en el trato recíproco deben ceder paso a la convicción de que razas como la neandertal (u otras de las que descendemos) eran y manifestaban actitudes de cercanía y ayuda que en esta refinada sociedad nuestra parecen a veces olvidados.
¿De verdad progresa el hombre en su condición humana? ¿O la debilidad en la que nos educamos y educamos da como fruto un egoísmo que nos lleva a engreírnos, clasificar a los que caminan a nuestro lado y despreciar al que nos parece que, por ser menos que nosotros, no merece nuestra cercanía y nuestra ayuda? 

martes, 22 de agosto de 2017

Agradecido? ¿Hay sentimientos?

¿Hay en los animales sentimientos? Me gusta acariciar un hecho más que conocido y viejo que tú recuerdas. Hace unos meses Brett Johnson, profesor de inmersión en la costa de la isla Cayman Brac, una de las islas del mismo nombre entre Cuba y Jamaica, narraba (y mostraba un video a propósito): "Vino hacia mí como para pedirme ayuda". Se trataba de un tiburón que nadaba suavemente hacia él y llevaba algo extraño clavado en la cabeza: ¡un cuchillo de 30 centímetros! Brett se sintió llamado a extraérselo y lo hizo. “Una vez que se vio libre del arma, sin duda agradecido, el animal se alejó rápidamente de allí”.
A nadie le extraña la conducta amiga, paciente, heroica de un perro hacia su amigo humano, grande o pequeño. Y contemplando escenas en las que observamos encantados esa actitud, quedamos asombrados.
¿Hay en los hombres sentimientos? Me pregunto esto porque el panorama que nos regalan los llamados medios despierta en mí dudas. ¡Claro que hay en los hombres sentimientos! El hombre (¡y la mujer mucho más!) es un manojo de sentimientos, un tesoro de sentimientos.
¿De dónde surge entonces la duda? De que ese panorama suele ser el que trafica con el interés, la morbosidad, el desahogo de los lectores, oyentes o espectadores  que quedan felices al comprobar que hay gente peor que ellos. Hay algo de esto. También atrae asomarse a hechos que tienen olor o sabor de misterio, de transgresión que uno no se atrevería a probar.
Pero lo que importa ante este mundo tan rico y serio de los sentimientos es que los eduquemos, porque podemos y debemos educarlos. Que los sentimientos se educan o no se educan en la familia, en la escuela, en los grupos, en las asociaciones lo demuestra la contemplación del comportamiento en la vida social, en la de los  medios, en la política, en tantas ocasiones de relieve más o menos sobresalientes ante las que nos preguntamos o decimos, por ejemplo, ¿De dónde ha salido este?, ¿Qué leche ha mamado este?, ¿Tendrá padre?, ¡Pobre madre!...
Los sentimientos se cultivan, se educan, se implantan con un comportamiento en el que el contagio se impone día a día, momento a momento, con cada aliento de la vida.

domingo, 11 de junio de 2017

Libertad de expresión.

Vivo desconcertado por la ley que impera en este mundo en el que necesito respirar. Esa ley – lo intuyes – es la Suprema Ley de la Libertad de Expresión. Cuando yo era muy pequeño aprendí a no hablar fuerte, a no hacer ruido, a no correr por mi casa mientras mi hermano más pequeño dormía su, para mí, fastidiosa y larga siesta. De algún modo me hacían comprender y, poco a poco y a regañadientes sin duda y a mi modo, yo comprendía, que existían otras personas además de la mía, que había derechos superiores a los míos, que había una forma de vivir juntos - la llamada convivencia – que me obligaba a no expresar mi libertad como me viniese en gana porque no tenía derecho a hacerlo.
¿Te has fijado con qué soltura, con qué seguridad, con qué insania se esgrime la dura porra de la ley de libertad de expresión? Sucede algo inaceptable en una situación de convivencia familiar, amigable, social… Si yo soy amigo del que produce ese hecho inmediatamente invoco la inviolable ley de libertad de expresión para escudarme,  para excusar, es decir, aceptar como bueno, no condenar lo que es a todas luces un ataque al buen gusto concertado socialmente, al orden aceptado inteligentemente, a la - ¡ojalá! - inviolable ley de convivencia que me exige el respeto a todos.
“La maté porque era mía” no lo digo porque suena mal, porque iba a ser demasiado. Pero el “Me avala la Ley de Libertad de Expresión” lo esgrimo como un mazo ante el que no cabe más que aceptar y callar. Porque si el que me escucha es pusilánime o medroso, o inteligente que sabe que no hay quien me arregle, o se escuda en la ególatra ley de la libertad de expresión… quedo como el déspota que tiende a dominar un mundo que voy moldeando con mis fuertes manos de dictador y logro que lo que me rodea viva sometido bajo mis pies.

No vale para acompañar, para compartir, para respetar, para construir, para amar, el orangután que cree que el primer tronco que se le pone delante le sirve para imponer justicia en el mundo.

martes, 6 de junio de 2017

Ébano y Marfil.

Margaret Patrick y Ruth Eisenberg coincidieron en la primavera de 1993 en el mismo Centro Geriátrico de Nueva Jersey casi con la misma edad y con el mismo mal, un derrame cerebral con inmovilidad de una mano, una de la derecha y la otra de la izquierda. Una era blanca y la otra negra y ambas habían sido concertistas de piano.
Millie McHugh era mucho más que un trabajador en aquel Centro. Era una mente privilegiada y un corazón ardiente. Y con aquella mente y aquel corazón se convirtió para Ruth y Margaret en un ángel bienhechor: Y les propuso tocar juntas. Las dos manos sanas, una blanca y otra negra, iban a deslizarse sobre el ébano y el marfil del teclado en una conjunción perfecta.
Ruth preguntó a Margaret: ¿Sabes el Vals en re bemol de Chopin? Y ellas mismas, Ébano y Marfil, como el teclado, fundieron su arte como melodía y acompañamiento en un concierto musical en televisión, iglesias, escuelas, centros de rehabilitación y residencias geriátricas. Pero los que admiraban aquella sinergia musical admiraron igualmente el precioso enlace de almas en un mismo acto de amor al arte, a la belleza y a la fusión de personas.
¿Nos vale? Debe valernos. Cuántas veces la defensa de nuestra independencia en juicios, resoluciones y ejecuciones ha dado al traste con proyectos mejores que los que individualmente hemos sido capaces de llevar adelante. Cuántas veces eso que llamamos orgullo, amor propio, libertad nos ha atado y hecho más pequeños y producido menos luz porque nuestra cabezonería infantil nos ha detenido a la mitad de un camino gozoso.

martes, 24 de enero de 2017

Capricho: barrera a nuestra acción educativa.

Aunque vivió hace mucho tiempo, estoy seguro de que conoces o conociste a Marcos Terencio Varrón. Terencio para los que frecuentan sus escritos, que fueron muchos y de los que nos han llegado solo algunos, vivió en el siglo de Pompeyo y Julio César, de Marco Antonio y Octavio. Militar con Pompeyo, perdonado por su opositor Julio César (del que recibió la dirección de las bibliotecas públicas de Roma),  declarado fuera de la ley por Marco Antonio y repuesto por Augusto, yo creo que, por tantas idas y vueltas, dejó la política y las armas y se dedicó al estudio, la observación y la escritura.
Y de ellas tomo algo que te gustará leer si no lo conoces. A propósito de salud y enfermedades, escribió: "Hay una raza de ciertas criaturas diminutas que no se pueden ver por los ojos, pero que flotan en el aire y entran al cuerpo por la boca y la nariz y causan enfermedades graves". ¿No crees que Louis Pasteur se inspiró en él?
A propósito del pulso del cuerpo humano escribió sus diversas formas y una de ellas la presenta como caprizans pulsus. Es decir, inesperado en su ritmo e irregular, como el salto de una cabra.
La definición clásica de capricho es “idea o propósito que uno forma arbitrariamente, fuera de las reglas ordinarias y comunes, sin razón”. Y los sabios dicen que la palabra capricho, dejando a las cabras en paz, saltando o no, está tomada directamente del italiano capriccio y antes caporiccio, es decir, cabeza de erizo, con los pelos de punta.   
Vayamos a una reflexión sobre lo anterior que nos ayude en nuestro alto oficio de ayudar a  modelar personalidades correctas. ¿No te parece que el mundo de hoy (modas, economía, política, corrientes, costumbres, relaciones, iniciativas, ideas,  comportamien-tos, arte, propósitos…) están tocados por impulsos parecidos al del salto sin ton ni son de la cabra? ¿Y que ciertas irregularidades que ponen los pelos de punta nacen de la arbitrariedad de nuestra acción educadora, de nuestra flojera en conocer y advertir, acompañar y estimular?
El fruto de ese proceder educativo, que es caprichoso, produce un efecto de capricho por imitación: “da lo mismo”, “por esta vez”, “no es para tanto”, “ten cuidado”, “que yo no me entere”, “no te pases”, “pues estaría bonito”, “que no vuelva a suceder”, “que yo no me entere”, “como se entere tu padre”… Es decir, eliminar la propuesta de honradez como condición indispensable de la conducta es el mejor modo de que  nuestro tesoro quede enterrado para siempre por el capricho. 

lunes, 12 de septiembre de 2016

Roma.

Por lo que sea este verano de 2016 Roma, una ciudad que fascina por su historia, su nobleza y su belleza, está resultando especialmente insoportable por la presencia de animales extraños en la ciudad y extrañamente atrevidos. Las crónicas refieren la actividad de gaviotas, ratas y ratones, moscas, mosquitos y otros insectos y hasta zorros y jabalíes – dicen – en sus aledaños. Y tres semanas más tarde, incendios espontáneos o provocados.
Hace muchos siglos Roma era una ciudad en la que la aglomeración y el ocio de muchos de sus habitantes hacían imposible transitar por las vías Appia y Flaminia. El Argileto, el Vicus Tuscus y la Suburra eran un frenesí, un ruido inacabable, un estrépito inaguantable. Y los peligros se cernían sobre los viandantes por la noche. Juvenal lo describía de este modo mordaz: “¡A la calle lo que sobra!”.
De mucho tiempo antes de ahora, nos dice Marcial: “No te dejan vivir; de noche los panaderos; por la mañana los maestros de escuela, a todas horas los caldereros que golpean con su martillo: aquí es el banquero que, no teniendo otra cosa que hacer, revuelve sus monedas en sus sórdidas mesas; allí un dorador que con el bastoncito da en una piedra reluciente. Sin interrupción los sacerdotes de Belona, poseídos de la diosa, lanzan gritos furibundos… El náufrago, con un trozo de madera colgado al cuello, no acaba nunca de repetir continuamente su historia; el pequeño hebreo, amaestrado por su madre, de pedir limosna lloriqueando; el revendedor legañoso de ofrecerte las pajuelas para que se las compres, y cuando las mujeres con sus sortilegios de amor hacen que se oscurezca la luna, todo el mundo halla a mano algún objeto de cobre que aporrear, hasta que se desvanece el hechizo”. Y Juvenal remacha: “¡Cuesta una fortuna dormir en Roma!”. 
Las cosas no son nuevas en la historia. Pero lo que es siempre viejo es la inercia que nos lleva a comportamientos que no son humanos. Basta repasar la crónica social de las ciudades en nuestro siglo XXI para descubrir que las grandes ciudades (sobre todo las grandes) se han convertido (sobre todo en algunos barrios) en zoos humanos donde la convivencia se hace difícil, si no imposible, a no ser que asumas o al menos mimetices el comportamiento de los que las dominan. ¡Y eso nunca! Nunca “¡A la calle lo que sobra!”.

viernes, 22 de agosto de 2014

Ojo por ojo! (o por menos).

Conocemos todos ese código instintivo de justicia que se llama tradicionalmente “del talión”, con el que decidimos rápidamente que se haga “tal para cual” o, mejor, “tal por tal”. Solemos resumirlo o aclararlo vulgarmente (pero con el riesgo de que nos lo apliquen; y en ese caso no nos quedará tan claro si nos quedamos con un solo ojo) estableciendo: “Ojo por ojo…”.
Ur-Nammu, el conocido rey de Ur, hacia el año 2050 con su código; o Eshnunna con el suyo un poco después, 1930; o Lipit-Ishtar, de Isín, en 1870 (con su precepto “Si un esclavo abofetea al hijo de un hombre libre: se le corta una oreja”) y el archiconocido Hammurabi de Babilonia en 1760 (todos aC) así lo entendieron. (Si el lector no tiene un próximo viaje al Louvre para estudiar y leer su estela directamente, puede hacerlo con un poco en la foto de arriba). 
Como según los estudiosos la palabra venganza encierra en su origen indoeuropeo los conceptos de fuerza y de dedo, el código del talión, es decir, de la venganza, supone siempre señalar con un dedo acusador y ejercer la violencia sobre el que ha faltado.
Criticamos con mucha frecuencia el sistema de castigos que emplea la sociedad con los delincuentes. Nos parece que el que ha faltado es un pobrecito que merece, no solo compasión, sino hasta perdón por parte del juez, del ofendido, de la sociedad… Pero no tenemos en cuenta que los primeros que aplicamos esa vieja ley somos nosotros cuando nos rozan las fibras de nuestro abrigo. Y no nos contentamos con hacer nosotros lo mismo, que sería una respuesta talionana. No. Quedamos mortificados, calificamos de sucio (con palabras más gordas que esa) al que nos toca, lo excluimos de la lista de los que pueden andar libres por la calle, formar parte de los ciudadanos normales.
¿De dónde nace esa actitud? ¿Es innata, instintiva, es la forma de ladrar o de morder al perro que nos ha ladrado o nos ha enseñado los dientes?

A lo mejor, sí. Pero no somos responsables si no nos esforzamos por construir una familia, un grupo de personas, una sociedad que dé el peso justo a la posible ofensa y al obligado desquite. Los padres, las madres, los educadores tenemos que echar como cimiento de la obligada convivencia una seria carga de serenidad, sensatez, equilibrio, dominio de sí, desapasionamiento que permita ayudar al que yerra a que corrija su tiro y aporte al equipo en el que juega, acierto en su disposición para convivir.

lunes, 13 de enero de 2014

Gemelos.



Rostov del Don (en ruso Rostóv-na-Donú) es una gran ciudad de Rusia, capital del óblast (algo así como región o provincia…) de Rostov, situada en la desembocadura del río Don sobre el mar de Azov. ¿Ya te has situado? Es una ciudad muy antigua e importante (colonia griega, fortaleza genovesa primero y turca después) con más de un millón de habitantes hoy, muy industrial, comercial y notable nudo de comunicación (¡el Don es muy don!). Disfruta de una espléndida Catedral de la Virgen de la Natividad, se forma en varias universidades, se entretiene con dos equipos de fútbol de primera División (el CF Rostov y el CF SKA Rostov y será una de las sedes de la Copa Mundial de Fútbol de 2018) y su equipo de balonmano juega en el Campeonato de Rusia de balonmano. Y… (esto es lo que ahora nos interesa) ¡tiene una unidad militar compuesta sólo por hermanos mellizos!: la uniformidad duplicada a las armas, vamos. Es una unidad contra revueltas y está acuartelada en esta ciudad. ¿Qué ventaja tiene mantener a algunos pares de mellizos en una unidad militar? Parece que al trabajar en equipo fraterno y gemelar se entienden de perlas, al vuelo, sin palabras: se miran y ¡ya está! O, sin mirarse, reaccionan de un modo igual o muy cercano. Y además, sorprenden y desconciertan al enemigo con sus apariciones y reapariciones programadas.
Hasta aquí la anécdota y su ubicación. Pero de un hecho como éste podrían sacarse reflexiones y decisiones parecidas a las que siguen: ¿Nos preocupa la unidad de criterio, de solución, de actuación en los equipos que formamos: familia, amigos, clubes, asociaciones…? ¿Soñamos con una familia feliz? Y, al mismo tiempo, ¿nos proponemos hacer que lo que llamamos familia sea de verdad una familia? ¿Acudimos a la reunión de nuestra asociación con el ánimo de hacerla más compacta, más “asociada”, más rica en unión y fuerza, más eficaz, más generosa, más… o voy a ella queriendo exponer mi última ocurrencia, porque me parece que es deslumbrante, que soy un genio, que por ella me ensalzarán todos los que la acepten?
Es sólo una cuestión de sentido común que hace veintisiete siglos grabó Esopo, el Moreno, dicen, en la frase “la unión hace la fuerza” de su fábula Los Hijos del labrador. ¿Y dónde está el sentido común?

lunes, 2 de diciembre de 2013

Crates.



Crates de Tebas (“de Tebas”, porque en Grecia hubo más Crates), que vivió, según parece, desde el año 368 hasta el 288 aC., fue un filósofo griego. Seguía en el planteamiento de su vida a Diógenes de Sinope en la llamada escuela cínica, llamada así porque, como sabe el sabio lector, intentaban vivir con la sencillez de un perro: dóciles, serenos, fieles, pacíficos, comiendo poco, sin abrumarse con más ropa que la imprescindible… Interpretando (desde su fundador Antístenes un siglo antes) a Sócrates, decían más o menos: El estilo de vida al que hemos llegado y las formas de vestirla son un mal. El camino de la felicidad es el de una vida simple y de acuerdo con la naturaleza. Todo lo demás es una cadena con la que el hombre no debe esclavizarse. Despreciar las riquezas y las preocupaciones son, pues, su más bello ejercicio.
Hoy llamamos filósofos a los hombres ricos en doctrina, pensamiento y palabra, sobre todo palabras. Pero en la Grecia antigua filósofos (amantes de la sabiduría) eran los que adoptaban una vida, una actitud que hiciese la vida más digna y natural.
Crates, discípulo de Diógenes (el de la lámpara y el tonel, el de las salidas un poco despectivas) con su vida convenció a su esposa Hiparquia y hasta a su cuñado Metrocles a vivir aquella vida de pobreza absoluta que era riqueza eminente. Pero sin desplantes, como los que se atribuyen a su maestro Diógenes. Por eso le llamaban sus conciudadanos “el Filántropo” (¡qué bonito!), el que ama a los hombres, a todos los otros.
Diógenes Laercio cuenta que le llamaban también “el Abrepuertas” (¡igual de bonito!), porque se le abrían las de las casas para acogerle y gozar con su delicado y respetuoso diálogo en el que aceptaba renunciar, por obsequiar al interlocutor, hasta a las propias opiniones.
Y basta, porque si de un hecho, de una persona, de una conducta aprendemos algo, lo poco expuesto, que es mucho de lo tomado de los libros para nuestra reflexión, basta y sobra para plantearnos un serio y filosófico (tal vez también cínico) análisis de nuestra filosofía particular. O familiar. O colectiva. O nacional.   

jueves, 29 de agosto de 2013

Zabazoques.



Como todo el mundo sabe (hasta mi primo Sindulfo que es un poco distraído), los almotacenes eran los encargados en los mercados medievales de chivarse de las desobediencias a las normas establecidas. Tenían un nombre sagrado porque su oficio era casi dar la vida (al menos la vista y el olfato) en beneficio de la comunidad para que la autoridad social y moral pudiese conocer y castigar al atrevido transgresor. Nombre sagrado, porque parece que, por su origen en los zocos árabes, la palabra equivaldría a “el que gana  méritos ante Dios” o almuhtasab.
Dependían del zabazoque (sahbassuq, jefe del mercado) y a él le referían con pelos y señales, a veces un poco exagerados, el delito.
Cuando hoy debe uno pasar por la fatalidad de asomarse a los zocos modernos, en los que respiramos (o no podemos ya respirar), de la política, los mercados, los bancos, los forbes, las modas, los ingresos, las trampas, el deporte, los contratos, la prensa, la radio, los partidos, las leyes, la justicia, los fichajes, las tvs, las parejas, las desparejas, los dopajes, el arte, el cine y el teatro… nos entra una justificada sensación de miedo por la enorme población de hurones que los llenan. 
Ya sabéis del hurón: se esconde, aparece, desaparece, husmea, se yergue en actitud atalaya, clava su segura dentadura de almotacén social y… ¡a otra carga! ¿Son defensores del orden, de la honradez, de la probidad de proceder, de la asepsia moral? No, en absoluto (o para nada, como se dice ahora). Han mordido y se han llevado tajada: para vender, para vencer, para convencer, para herir, para denigrar, es decir, ensuciar… Y, si pueden, descalificar, sembrar la sospecha, cargarse al enemigo, al que sobresale, al que triunfa… O al que tropieza, al que cae, al que le cuesta levantarse. ¿Saben lo que es compasión, respeto, esperanza, perdón, compasión? Prueben ustedes a decir algo (un algo muy pequeño, si quieren, y muy cierto) contra su “dignidad”. Pero salgan corriendo, porque la carrera del hurón es inimaginable.