jueves, 13 de abril de 2017

La familia... Nadie ni nada por encima de la Vida del otro.

He sufrido hondamente al encontrar, en algún rincón de tantos y tantos papeles como se nos ofrecen, esta enternecedora fotografía antigua. Su pie dice: “Una abuela lleva a sus nietos, sin saberlo, al interior de una cámara de gas en el campo de exterminio de Auchswitz”. Seguramente la conoces, querido lector. Para mí era nueva.
Los hechos apuntados y denunciados en la foto nos hacen volver, una vez más, la vista atrás y gritar en nuestro interior, con lágrimas o con violencia, por tantos y tantos actos de barbarie que han encanallado la historia de los hombres de todos los tiempos.    
Parecería, por lógica y por la imparable inercia de los días, que la vida es algo tan sagrado, tan divino, tan por encima de cualquier forma de saña o de insensibilidad, que nadie y nunca se atreviese a tocarla de ninguna forma. Y, sin embargo, a pesar de esa lógica, tan débil según parece, es constante en la historia de todos los tiempos y en todas las naciones, que haya quien ha creído y cree y seguirá creyendo, por su alta autoestima que le hace sentirse capaz de gobernar los astros, que el gobierno del mundo depende de su criterio y voluntad.          
Cuando la familia es el centro inviolable en el que brotan las vidas, como tesoros inigualables en la historia de los hombres, entrar en ella, desgajarla, profanarla, aplastarla de cualquier modo es hacer de lo más noble de lo existente un canibalismo repulsivo que nos rebaja como seres humanos.
Porque en ninguna cadena de la vida animal en cualquiera de sus manifestaciones, desde la más suave en sus formas hasta la de bestias aparentemente feroces, se producen esas aberraciones.
El hombre, sí. Algunos, naturalmente: “Si soy capaz de segar la vida, lo hago. Me demuestro que estoy por encima de todo y de todos”. Te demuestras, pobre engendro, que estás podrido por dentro y que estás por debajo de cualquier sentina humana que se pueda imaginar.

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