sábado, 30 de enero de 2016

La Historia...

François Coppée (1842-1908) fue un poeta parnasiano de la Academia francesa, de formas sencillas, volcado sobre las cosas sencillas, sobre la gente pobre. “Educado cristianamente desde la primera Comunión – escribió - cumplí durante varios años mis deberes religiosos con sincero fervor… Dejé todas las prácticas religiosas por una falsa vergüenza y todo el mal derivó de esta primera culpa contra la humildad, que decididamente me parecía como la más necesaria de todas las virtudes... y me hice enseguida casi indiferente ante cualquier preocupación religiosa”...
Ya mayor, en 1897, se puso gravemente enfermo por dos veces. La “recaída me condenaba a mantenerme en una inmovilidad dolorosa por larguísimos días y hubo algunos terribles. Sólo entonces mi espíritu se elevó a pensamientos graves. Habiéndome juzgado con una severidad escrupulosa, sentí disgusto de mí mismo, me tuve horror: esta vez vino por fin un sacerdote”. Y volvió a la fe de su infancia.
En Le Gaulois del 12 de enero de 1903 publicó un artículo: Ayuda para Don Bosco. El orfanato de Don Bosco de Ménilmontant de París corría peligro: los bienhechores no daban ya limosnas porque temían que en breve plazo la obra pasase a manos del gobierno del Presidente Combes. E invitaba a leer la “biografía” de Don Bosco escrita por su amigo Karl-Joris Huysmans (Esquisse sur Don Bosco), otro grande de la literatura francesa, al que había animado para la escribiese.
“Encogeos de hombros... – escribía Coppée - los hombres, orgullosos histriones de una vana ciencia ¿Qué importa? No os pediré a ninguno que me explique cómo la palabra de un humilde artesano de Galilea, transmitida a algunos insignificantes con el mandato de enseñarla a todos los pueblos, resuena todavía victoriosamente, después de diecinueve siglos, en cualquier sitio en el que el hombre no sea un bárbaro…
… Estos sacerdotes enseñan a sus alumnos la más pura moral; quieren hacer de ellos ciudadanos honrados y útiles, pero que, tal vez, dentro de algunos años, no votarán a los sectarios. ¡Estáis también vosotros de acuerdo con que esto es intolerable! Por tanto, que se redacte enseguida un decreto de expulsión por obra de Combes, el Apóstata... Que se eche, pues, a estos religiosos que practican virtudes escandalosas; ¡que se dispersen estos jóvenes, simientes de católicos y de amantes de la Patria! ¡A la calle toda esta chusma! Así olvidarán los cantos sagrados y aprenderán a cantar los cantos revolucionarios. ¡Desinfectemos a estos jóvenes del nauseabundo olor de incienso y hagamos que respiren el sano y fuerte perfume del cieno fangoso!
¿Qué importa si después muchos de ellos irán a engrosar la turba de los viciosos y de los criminales? Lo esencial es que se conviertan, todos o casi todos, en comecuras...
Se explica esta preocupación, sin duda. Pero olvidan que dentro viven muchachos muy pobres; que allí se vive siempre al día, contando sólo con los donativos del mañana y que no faltarán nunca, desde ahora...
Pero si yo espero que las casas de beneficencia católicas no las cerrarán enseguida, no es porque yo espere de nuestros tiranuelos un momento de justicia y de piedad; no. Ellos escuchan sólo su mal deseo y matarán la libertad de hacer el bien como intentan matar la libertad de enseñar. Los detendrá, tal vez, la pobreza a la que su política redujo las finanzas del estado: es decir, no podrán tomar a cargo de la nación a tantos huérfanos, a tantos viejos, a tantos enfermos, a tantos desgraciados de todo género a los que ahora atiende la caridad cristiana. Por gracia de Dios no es siempre tan fácil hacer el mal. El balance de la asistencia pública es ya enorme y nadie sueña con aumentarlo, especialmente cuando se piensa que nuestros amos deben satisfacer tantos ávidos apetitos de los que están ladrando alrededor del plato de mantequilla...”.
François Coppée
de la Academia Francesa.

“Hoy ya no vive, pero en todo el mundo,
con generoso corazón más fuerte,
irradia siempre aquel amor fecundo
que el alma salva del báratro de muerte”.

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