miércoles, 21 de enero de 2015

La voz de la madre.

Don Bosco visitó Roma 20 veces. Los viajes no eran nada fáciles, ni cómodos: tren, barco (al menos alguna vez, de Génova a Civittavecchia), diligencias, pasaporte (¡y testamento antes de uno de ellos!), pesadas posadas, cantinas, mareos… 
El último fue en mayo de 1887. Se trataba de asistir a la consagración, en el llamado Castro Pretorio, de la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús. Había supuesto para él un esfuerzo ingente aquel precioso monumento de fe y de amor que el Papa León XIII le había encargado: pedir dinero, aguantar trampas, llorar de emoción en el acto y en la misa que celebró al terminar la ceremonia contemplando su vida y sus obras. Le quedaban ocho meses de vida.     
El día 8, domingo, se le hizo un recibimiento de honor al que acudieron autoridades y personalidades de la Iglesia y de la política, italianos y extranjeros. Muchos intervinieron con discursos breves y sentidos, cada uno en su propia lengua. Alguno le preguntó después: “¿Cuál es la lengua que más le agrada?”. Y él, sonriendo, respondió: “La lengua que más me gusta es la que me enseñó mi madre, porque me costó poco esfuerzo para expresar mis ideas y además no la olvido tan fácilmente como las demás lenguas”.

Es un recuerdo que nos debe hacer pensar en la fértil siembra que una madre hace siempre en el corazón de sus hijos. Es verdad que hay casos, pocos seguramente, en los que esa siembra no es como debiera ser y resulta árida, escasa, torcida, con amargura, con dolor y resentimiento. Pero la sensibilidad de un corazón materno, la sabiduría de una responsabilidad vivida, la ternura en acompañar en su crecimiento el tesoro de las vidas de los hijos, su atenta mirada al verlos entrar en la corriente del fenómeno social (escuela, amigos, asociaciones, equipos, afectos…) lleva consigo el dulce y permanente sonido de quien más los quiere. ¡Ojalá sea de modo que no lo olviden tan fácilmente!

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